Más allá de cuál fue y sea mi posición con respecto a la religión, esta frase, mandamiento, dogma, me parecía una forma bastante correcta de andarse por el mundo. Se trataba de respetar, querer, considerar y entender a tu prójimo con la misma dedicación con la que te atendías tu mismo. Cuando mis hijos llegaron al mundo pensé que ese era una de las características a tratar de inculcar en ellos. Suena más fácil de lo que es.
Resulta que el prójimo es, en la mayoría de los casos, espantoso. Es espantoso consigo mismo y por ende con los demás. Sobretodo si el prójimo es hombre y uno es mujer.
Mi hija mayor tiene casi nueve años y la segunda seis y mi compañero y yo estamos tratando de mostrarles la sexualidad como una manifestación de amor, un impulso que cuando se combina con cariño puede cambiar el universo. ¿Lindo no? Bueno, he llegado a la disyuntiva de tener que explicarle que el sexo también puede ser utilizado como un arma, que puede ser forzado sobre uno y que lejos de ser una fuerza movilizadora, puede convertirte en una víctima de violencia. Todo esto porque resulta que el prójimo, de quien hablábamos al inicio, puede hacerte un daño muy muy grande.
En este país la violencia de género es enorme y está enraizada en la sociedad a niveles que ni siquiera sospechamos. Estamos tan acostumbrados a ella que se ha convertido en una amenaza invisible. El Instituto Nacional de Estadística e Informática, INEI, reveló el año pasado que el 37% de mujeres entre 15 y 49 años ha sido alguna vez víctima de violencia física y/o sexual por parte de su esposo o su pareja. Esto significa que casi 4 de cada 10 mujeres ha sido golpeada o violentada sexualmente por aquella persona que dice amarla, por el padre de sus hijos, aquel que dice ser su mejor amigo. Pero por qué digo que es invisible, porque en esa misma encuesta se reveló que casi el 80% de estas mujeres violentadas volvería al lado de sus parejas abusivas. Entonces, ¿por dónde empiezo con mis pequeñas?
Incluso me podrían decir, “ya pues, pero esa violencia no se da a todo nivel, hay tema de estratos sociales, educación, nivel cultural, etc”, está bien, hablemos entonces del acoso sexual callejero. En esa estadística entramos todas. A mi me ha pasado, caminando por la calle con mis hijos, que algún prójimo me grite obscenidades ¿qué haces con ese detalle?, ¿qué haces con el taxista de al lado que te hace muecas sexuales cuando el semáforo está en rojo?, ¿qué haces con el tipo que desde el micro mira hacia tu carro y se agarra los testículos mostrándotelos sobre el pantalón?, todo esto con tus niños en el auto. O cuando vas en el micro, combi o metropolitano de turno tratando de llegar a casa o al trabajo y a alguien se le ocurre que como llevas un pantalón apretado tienen derecho a sobarse contra tu nalga, ¿cómo se inculca respeto por los demás en esa situación?
Hoy, gracias al revuelo que causó la denuncia de Magaly Solier con respecto al masturbador del metropolitano, hay todo un debate sobre qué hacer al respecto. Me parece bien que Magaly haya denunciado, pero me enferma que las autoridades se rasguen las vestiduras en horror porque esto pasa desde siempre. Siempre ha sido igual.
Una encuesta de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) revela que 7 de cada 10 mujeres han sido víctimas de acoso sexual callejero. Esa cifra aumenta en la capital donde las víctimas son 9 de cada 10 mujeres.
En esa misma encuesta se revela que el 76.9% de hombres creen que las mujeres que se visten provocativamente están exponiéndose a que se les falte el respeto en la calle, mientras que el 61.6% de hombres creen que una mujer debe sentirse halagada si recibo un piropo bonito de un desconocido en la calle. Así también el 41.1% de hombres creen que mientras un hombre no toque a una mujer desconocida, lanzarle piropos o mirarle de una forma persistente e incómoda está permitido.
Mi amigo Tito Castro escribe hoy una columna en un diario local hablando sobre la separación de vagones para mujeres y de cómo en Brasil no ha dado los resultados esperados. En su relato contaba que un hombre de veintitantos años había sido arrestado por eyacular en las piernas de una mujer. El hombre aseguró que no pudo aguantarse hasta llegar a su casa. Mi esposo me leía esto mientras yo preparaba el desayuno del bebé, creo que no pudo ver mi cara de horror, tuve ganas de huir, de dejarlo todo y salir corriendo. La sangre me hervía. “No construyo nada así, no me da la gana, nada de prójimos, nada de amor, son todos unos malditos, agarraré un sable y les volaré la cabeza a todos aquellos que se atrevan a mirar a mis hijos, a desearlos mal. Arrancaré sus cueros cabelludos con mis propios dedos y los colgaré del árbol que está afuera de mi casa para que todos sepan que nadie puede meterse con mis hijos. Mientras que a ellos me los llevaré lejos, donde no haya nadie, a la luna”…y después hubo silencio.
La tristeza de no tener ninguna esperanza en el ser humano es algo que no quiero transmitirle a mis hijos. Quiero que crezcan en paz con su propia naturaleza, confiando y entendiendo también que debemos cuidarnos, que no todo el mundo es digno de confianza. Espero encontrar la sapiencia para lograrlo.